Lunes, Abril 29, 2024
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La crisis de 1929. Texto: la visión didáctica de Santiago Niño Becerra

Aquí os dejo un artículo del economista Santiago Niño Becera que resume didácticamente el proceso de crisis de los años 30.  Una lectura interesante. (Podéis descargar el documento en este enlace: Crisis 1929 por Santiago Niño Becerra)

«La crisis de 1929  y la posterior Depresión, que colapsó la economía y la sociedad mundiales, empezaron a generarse en el mismo momento en que el capitalismo financiero que ca­racteriza a la Segunda Revolución Industrial se consolidó; por ello, la formación de la mayor crisis que hasta ahora ha pade­cido el sistema capitalista tuvo tres momentos claramente di­ferenciados. El primero, entre 1870 y 1914, en que el capita­lismo dio un giro radical y el factor «capital» empezó a ser algo más que un mero factor productivo, y en el que comenzó una etapa diferente y nueva en la que los cambios de todo tipo acarrearon situaciones de ruptura respecto al anterior capita­lismo, meramente productivo.

Durante la segunda fase, 1914-1923, la primera guerra mundial y la crisis de postguerra demostraron que la pretendi­da solución bélica sólo sirvió para arruinar a Europa, es decir, se produjo un trasvase definitivo del poder económico desde ésta hacia Estados Unidos. Este hecho ayudó también indirec­tamente al crecimiento industrial de Japón y a su expansión exterior, a partir de la pérdida de influencia del Reino Unido y Francia en el este de Asia debida a la guerra, así como al esta­blecimiento de una estructura política fascista en el país sus­tentada en el corporativo capitalismo japonés.

Es en la tercera fase (1923-1929) cuando los cambios ace­lerados y no asimilados por el sistema sucedidos en la pri­mera, junto con la cadena de dependencias generadas por la segunda, se fusionan con los efectos del fortísimo aumento de productividad habido en la década de los años veinte y con el auge ficticio que se desencadenó a partir de 1923; -los Felices Años Veinte-, tras la crisis de postguerra; todo ello contribu­al desencadenamiento de la crisis de 1929.

La situación de crecimiento económico acelerado en la que se encontraba inmerso Estados Unidos desde las dos últi­mas décadas del siglo XIX -y cuya tendencia no detuvo la guerra- se vio reforzada por la recuperación de la crisis de post­guerra. Los incrementos del consumo, tanto público como privado, que se generaron condujeron a un aumento de la oferta de todo tipo de bienes, lo que implicó alzas en la de­manda de capital por parte de las unidades productivas y el lógico recurso a los mercados de capitales, forzando el retor­no de fondos invertidos en Europa debido a la alta rentabili­dad que proporcionaban los mercados de valores estadouni­denses.

Pero la mala distribución de la renta -el 10% de la pobla­ción estadounidense controlaba el 50% de la renta total- ha­cía que la mayor parte del consumo se realizara a base de cré­dito, un crédito que fue no sólo permitido sino fomentado, al igual que gran parte de las compras de las participaciones de capital que se pusieron a la venta en los mercados. Esta enorme demanda de crédito llevó a que las instituciones bancarias -muchas con una estructura reducida- entraran en compe­tencia a fin de conseguir créditos, muchos de los cuales eran de muy alto riesgo.

A lo anterior se unió -en una situación de práctica ausen­cia de ahorro- la urgencia de obtener beneficios por parte de las compañías a fin de mejorar sus inversiones en bienes de capital y, por tanto, la valoración que pudieran hacer posibles compradores de sus futuras emisiones de acciones; ello llevó a numerosas compañías a realizar inversiones no planificadas, lo que fue generando estructuras productivas no convenientes y niveles de existencias desmesurados.

... el derrumbe del mercado de valores en otoño de 1929 estaba ya implícito en la especulación que le precedió. La única cuestión -o lo único cuestionable- en relación con esa especulación era el tiempo que aún duraría. En algún momento, más pronto o más tarde, comenzaría a debilitarse la confianza en la precaria reali­dad del valor siempre creciente de las acciones ordinarias. Cuan­do esto sucediese, ciertas personas empezarían a vender y esta ac­ción destruiría la realidad de los valores en alza.

 

Lentamente fue instaurándose una atmósfera de crisis en medio de una situación especulativa desquiciada, donde el co­mercio internacional y las inversiones exteriores comporta­ban que las economías mundiales fuesen cada vez más y más interdependientes, y en la que la ciencia económica tenía muy poco que decir, pues las recetas de los economistas clásicos desconocían el funcionamiento de las economías en su con­junto en situaciones de creciente interpenetración.

El desencadenante de la crisis estuvo en el agotamiento de la capacidad de endeudamiento de los consumidores debido a la creciente -y necesaria- demanda de créditos, lo que oca­sionó impagos y un brusco descenso en la demanda de nuevos créditos, lo que llevó a un hundimiento del consumo que afec­tó de lleno a las compañías industriales, que vieron acrecenta­do el problema al mantener elevados niveles de existencias en sus almacenes debido a las anteriores expectativas de alzas en el consumo.

Las compañías industriales se vieron obligadas a reducir drásticamente la producción o bien paralizarla por completo, lo que generó oleadas de impagos al no poder afrontar ni los pagos a sus proveedores, ni los pagos de los créditos banca­rios. Como consecuencia se produjo el hundimiento en la co­tización de sus acciones.

Las fuertes inversiones que el sector agrario había realiza­do a lo largo de la década de los años veinte generaron en éste una situación de sobreproducción; a ello se unía el exceso de oferta de productos tropicales a la que se había llegado por la euforia de la década. El hundimiento del consumo afectó tam­bién a los productores tropicales y estadounidenses, que se vieron forzados a reducir sus precios, lo que llevó al hundi­miento de sus beneficios, a la drástica reducción de las com­pras de abonos, maquinaria y utillaje -lo que afectó a las empresas industriales- y al impago de sus deudas.

El creciente cierre de empresas llevó al desempleo a un cada vez más elevado número de trabajadores, tendencia que se iba incrementando a medida que la crisis se extendía; este aumento del desempleo obrero implicó que los trabajadores tampoco pudiesen afrontar sus créditos, lo que, unido al im­pago de los créditos solicitados por los granjeros y de las deu­das contraídas por las empresas industriales, generó una oleada de quiebras de instituciones bancarias. Se produjeron desahu­cios masivos, que implicaron el hundimiento de los precios de la tierra y de las propiedades inmobiliarias.

Los entrecruzamientos de bancos y mercados de valores provocaron el pánico bursátil, y contribuyeron al paro masivo de los obreros industriales y a los desahucios habidos en el campo, lo que desencadenó una situación de creciente miseria. Por otro lado, la extensión internacional de la crisis se produjo debido al encorsetado comercio exterior y a las transacciones de capitales.

El inicio de la crisis coincidió con elecciones presidenciales en Estados Unidos: a Calvin Coolidge (1923-1929) le siguió Herbert Hoover (1929-1933), cuyo gabinete tuvo que afron­tar la nueva situación. Rápidamente, en el mundo académico y empresarial se formaron dos posturas contrapuestas. Por un lado, los defensores de mantener una línea de actuación clási­ca y fundamentada en que el mercado reconduciría automáti­camente la situación. La caída del factor trabajo –decían- ­haría descender los salarios, lo que llevaría a un aumento en la demanda de factor trabajo que ocasionaría la recuperación del consumo.

Por otro lado, había quien argumentaba que el mercado era insuficiente para revertir la situación debido a la creciente complejidad e interdependencia de la economía, así que con una postura no intervencionista podría llegarse a una situa­ción de equilibrio en la que la oferta se adecuase a una de­manda reducida y se mantuviese un elevado nivel de desem­pleo obrero.

El presidente Hoover se decidió finalmente por la inter­vención y, entre 1930 y 1932, se pusieron en marcha una serie de medidas consistentes en programas de ayudas a la agricul­tura y a los desempleados, en el incremento de los aranceles y en préstamos a la banca y a las compañías industriales. El fra­caso de las medidas fue rotundo:

 

En 1933, el Producto Nacional Bruto fue aproximadamente una tercera parte inferior al de 1929. Hasta 1937el volumen fí­sico de producción no alcanzó los niveles de 1929; pero inme­diatamente volvieron a retroceder. Hasta 1941el valor de la producción en dólares fue menor que el de 1929. Entre 1930 y 1940 sólo en una ocasión -1937- bajó de ocho millones el número de parados. En 1933 había en Estados Unidos casi trece millones de trabajadores en paro, es decir, uno por cada cuatro del total de la fuerza de trabajo del país. En 1938 una persona de cada cinco seguía todavía sin empleo.

 

La evolución de la crisis provocó que los poderes de los países más desarrollados buscaran un culpable. Por su rigidez para actuar en situaciones como las que estaban afectando al capitalismo, las grandes burguesías nacionales demandaron a los gobiernos que se desprendieran del corsé que significaba el patrón oro, pues la cantidad de dinero en circulación debía estar vinculada a la cantidad de oro de que disponía un país, oro que, además, debía utilizarse para liquidar los saldos ne­gativos en el comercio exterior.

A partir de 1931 los países occidentales fueron abando­nando el patrón oro; el primero fue el Reino Unido. El razo­namiento era simple: la inexistencia de un índice que ligara la cantidad de metal en reserva con la oferta monetaria de dine­ro y, consecuentemente, con la cotización de una moneda per­mitiría a los Estados devaluar sus divisas e incrementar las ex­portaciones, beneficiándose de ello los márgenes capitalistas.

Todos los países esgrimieron este argumento, y los efectos de las devaluaciones fueron quedando rápidamente anulados a medida que se extendía su puesta en práctica; quedó fijado, a nivel referencial, el precio de una onza troy de oro en 34 dóla­res estadounidenses, un precio absolutamente arbitrario.

En 1933 accede a la presidencia estadounidense Franklin Delano Roosevelt. Roosevelt decidió desarrollar una activa política intervencionista en línea con lo propugnado por el key­nesianismo; para ello se procuró el apoyo de los sindicatos ofreciéndoles el desarrollo de un programa limitado de segu­ridad social.»

 

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