Aquí os dejo un artículo del economista Santiago Niño Becera que resume didácticamente el proceso de crisis de los años 30. Una lectura interesante. (Podéis descargar el documento en este enlace: Crisis 1929 por Santiago Niño Becerra)
«La crisis de 1929 y la posterior Depresión, que colapsó la economía y la sociedad mundiales, empezaron a generarse en el mismo momento en que el capitalismo financiero que caracteriza a la Segunda Revolución Industrial se consolidó; por ello, la formación de la mayor crisis que hasta ahora ha padecido el sistema capitalista tuvo tres momentos claramente diferenciados. El primero, entre 1870 y 1914, en que el capitalismo dio un giro radical y el factor «capital» empezó a ser algo más que un mero factor productivo, y en el que comenzó una etapa diferente y nueva en la que los cambios de todo tipo acarrearon situaciones de ruptura respecto al anterior capitalismo, meramente productivo.
Durante la segunda fase, 1914-1923, la primera guerra mundial y la crisis de postguerra demostraron que la pretendida solución bélica sólo sirvió para arruinar a Europa, es decir, se produjo un trasvase definitivo del poder económico desde ésta hacia Estados Unidos. Este hecho ayudó también indirectamente al crecimiento industrial de Japón y a su expansión exterior, a partir de la pérdida de influencia del Reino Unido y Francia en el este de Asia debida a la guerra, así como al establecimiento de una estructura política fascista en el país sustentada en el corporativo capitalismo japonés.
Es en la tercera fase (1923-1929) cuando los cambios acelerados y no asimilados por el sistema sucedidos en la primera, junto con la cadena de dependencias generadas por la segunda, se fusionan con los efectos del fortísimo aumento de productividad habido en la década de los años veinte y con el auge ficticio que se desencadenó a partir de 1923; -los Felices Años Veinte-, tras la crisis de postguerra; todo ello contribuyó al desencadenamiento de la crisis de 1929.
La situación de crecimiento económico acelerado en la que se encontraba inmerso Estados Unidos desde las dos últimas décadas del siglo XIX -y cuya tendencia no detuvo la guerra- se vio reforzada por la recuperación de la crisis de postguerra. Los incrementos del consumo, tanto público como privado, que se generaron condujeron a un aumento de la oferta de todo tipo de bienes, lo que implicó alzas en la demanda de capital por parte de las unidades productivas y el lógico recurso a los mercados de capitales, forzando el retorno de fondos invertidos en Europa debido a la alta rentabilidad que proporcionaban los mercados de valores estadounidenses.
Pero la mala distribución de la renta -el 10% de la población estadounidense controlaba el 50% de la renta total- hacía que la mayor parte del consumo se realizara a base de crédito, un crédito que fue no sólo permitido sino fomentado, al igual que gran parte de las compras de las participaciones de capital que se pusieron a la venta en los mercados. Esta enorme demanda de crédito llevó a que las instituciones bancarias -muchas con una estructura reducida- entraran en competencia a fin de conseguir créditos, muchos de los cuales eran de muy alto riesgo.
A lo anterior se unió -en una situación de práctica ausencia de ahorro- la urgencia de obtener beneficios por parte de las compañías a fin de mejorar sus inversiones en bienes de capital y, por tanto, la valoración que pudieran hacer posibles compradores de sus futuras emisiones de acciones; ello llevó a numerosas compañías a realizar inversiones no planificadas, lo que fue generando estructuras productivas no convenientes y niveles de existencias desmesurados.
... el derrumbe del mercado de valores en otoño de 1929 estaba ya implícito en la especulación que le precedió. La única cuestión -o lo único cuestionable- en relación con esa especulación era el tiempo que aún duraría. En algún momento, más pronto o más tarde, comenzaría a debilitarse la confianza en la precaria realidad del valor siempre creciente de las acciones ordinarias. Cuando esto sucediese, ciertas personas empezarían a vender y esta acción destruiría la realidad de los valores en alza.
Lentamente fue instaurándose una atmósfera de crisis en medio de una situación especulativa desquiciada, donde el comercio internacional y las inversiones exteriores comportaban que las economías mundiales fuesen cada vez más y más interdependientes, y en la que la ciencia económica tenía muy poco que decir, pues las recetas de los economistas clásicos desconocían el funcionamiento de las economías en su conjunto en situaciones de creciente interpenetración.
El desencadenante de la crisis estuvo en el agotamiento de la capacidad de endeudamiento de los consumidores debido a la creciente -y necesaria- demanda de créditos, lo que ocasionó impagos y un brusco descenso en la demanda de nuevos créditos, lo que llevó a un hundimiento del consumo que afectó de lleno a las compañías industriales, que vieron acrecentado el problema al mantener elevados niveles de existencias en sus almacenes debido a las anteriores expectativas de alzas en el consumo.
Las compañías industriales se vieron obligadas a reducir drásticamente la producción o bien paralizarla por completo, lo que generó oleadas de impagos al no poder afrontar ni los pagos a sus proveedores, ni los pagos de los créditos bancarios. Como consecuencia se produjo el hundimiento en la cotización de sus acciones.
Las fuertes inversiones que el sector agrario había realizado a lo largo de la década de los años veinte generaron en éste una situación de sobreproducción; a ello se unía el exceso de oferta de productos tropicales a la que se había llegado por la euforia de la década. El hundimiento del consumo afectó también a los productores tropicales y estadounidenses, que se vieron forzados a reducir sus precios, lo que llevó al hundimiento de sus beneficios, a la drástica reducción de las compras de abonos, maquinaria y utillaje -lo que afectó a las empresas industriales- y al impago de sus deudas.
El creciente cierre de empresas llevó al desempleo a un cada vez más elevado número de trabajadores, tendencia que se iba incrementando a medida que la crisis se extendía; este aumento del desempleo obrero implicó que los trabajadores tampoco pudiesen afrontar sus créditos, lo que, unido al impago de los créditos solicitados por los granjeros y de las deudas contraídas por las empresas industriales, generó una oleada de quiebras de instituciones bancarias. Se produjeron desahucios masivos, que implicaron el hundimiento de los precios de la tierra y de las propiedades inmobiliarias.
Los entrecruzamientos de bancos y mercados de valores provocaron el pánico bursátil, y contribuyeron al paro masivo de los obreros industriales y a los desahucios habidos en el campo, lo que desencadenó una situación de creciente miseria. Por otro lado, la extensión internacional de la crisis se produjo debido al encorsetado comercio exterior y a las transacciones de capitales.
El inicio de la crisis coincidió con elecciones presidenciales en Estados Unidos: a Calvin Coolidge (1923-1929) le siguió Herbert Hoover (1929-1933), cuyo gabinete tuvo que afrontar la nueva situación. Rápidamente, en el mundo académico y empresarial se formaron dos posturas contrapuestas. Por un lado, los defensores de mantener una línea de actuación clásica y fundamentada en que el mercado reconduciría automáticamente la situación. La caída del factor trabajo –decían- haría descender los salarios, lo que llevaría a un aumento en la demanda de factor trabajo que ocasionaría la recuperación del consumo.
Por otro lado, había quien argumentaba que el mercado era insuficiente para revertir la situación debido a la creciente complejidad e interdependencia de la economía, así que con una postura no intervencionista podría llegarse a una situación de equilibrio en la que la oferta se adecuase a una demanda reducida y se mantuviese un elevado nivel de desempleo obrero.
El presidente Hoover se decidió finalmente por la intervención y, entre 1930 y 1932, se pusieron en marcha una serie de medidas consistentes en programas de ayudas a la agricultura y a los desempleados, en el incremento de los aranceles y en préstamos a la banca y a las compañías industriales. El fracaso de las medidas fue rotundo:
En 1933, el Producto Nacional Bruto fue aproximadamente una tercera parte inferior al de 1929. Hasta 1937el volumen físico de producción no alcanzó los niveles de 1929; pero inmediatamente volvieron a retroceder. Hasta 1941el valor de la producción en dólares fue menor que el de 1929. Entre 1930 y 1940 sólo en una ocasión -1937- bajó de ocho millones el número de parados. En 1933 había en Estados Unidos casi trece millones de trabajadores en paro, es decir, uno por cada cuatro del total de la fuerza de trabajo del país. En 1938 una persona de cada cinco seguía todavía sin empleo.
La evolución de la crisis provocó que los poderes de los países más desarrollados buscaran un culpable. Por su rigidez para actuar en situaciones como las que estaban afectando al capitalismo, las grandes burguesías nacionales demandaron a los gobiernos que se desprendieran del corsé que significaba el patrón oro, pues la cantidad de dinero en circulación debía estar vinculada a la cantidad de oro de que disponía un país, oro que, además, debía utilizarse para liquidar los saldos negativos en el comercio exterior.
A partir de 1931 los países occidentales fueron abandonando el patrón oro; el primero fue el Reino Unido. El razonamiento era simple: la inexistencia de un índice que ligara la cantidad de metal en reserva con la oferta monetaria de dinero y, consecuentemente, con la cotización de una moneda permitiría a los Estados devaluar sus divisas e incrementar las exportaciones, beneficiándose de ello los márgenes capitalistas.
Todos los países esgrimieron este argumento, y los efectos de las devaluaciones fueron quedando rápidamente anulados a medida que se extendía su puesta en práctica; quedó fijado, a nivel referencial, el precio de una onza troy de oro en 34 dólares estadounidenses, un precio absolutamente arbitrario.
En 1933 accede a la presidencia estadounidense Franklin Delano Roosevelt. Roosevelt decidió desarrollar una activa política intervencionista en línea con lo propugnado por el keynesianismo; para ello se procuró el apoyo de los sindicatos ofreciéndoles el desarrollo de un programa limitado de seguridad social.»