Viernes, Abril 19, 2024
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Condiciones de la clase obrera en el siglo XIX

   No hay nadie, a menos de haber ahogado todo sentimiento de justicia, que no se haya sentido afligido al ver la enorme desproporción entre las alegrías y las penas de esta clase... Todo el mundo desearía ver compensadas algunas de sus miserias: el descanso después del trabajo; un servicio recibido después de un servicio prestado; una sonrisa después de un suspiro; alegrías materiales o de amor propio; cualquier cosa, en fin. Y sin embargo, al obrero del cual hablamos, nada de todo eso le es dado a cambio de su trabajo .
   «Vivir, para él, es no morir». Más allá del trozo de pan que debe alimentar a él y a su familia, más allá de la botella de vino que por un momento debe privarle de la conciencia de sus pesares, el obrero no pretende nada, no espera nada.
Si queréis saber cómo habita, id por ejemplo, a la calle de los Estiércoles, que está casi exclusivamente ocupada por esta clase; entrad agachando la cabeza, en una de esas cloacas abiertas a la calle y situadas por debajo de su nivel. Es preciso haber descendido dentro de estos pasillos donde el aire es húmedo y frío como en una caverna; es necesario haber sentido resbalar el pie sobre el suelo sucio y tener miedo de caer en este lodo, para hacerse una idea del sentimiento penoso que uno experimenta al penetrar en casa de esos miserables obreros. A cada lado del portal de la entrada, y por consiguiente bajo tierra, hay una habitación lóbrega, grande, helada, cuyas paredes rezuman agua sucia, recibiendo el aire por una especie de ventana semicircular de dos pies en su máxima altura. Entrad, si el olor fétido que se respira no os hace retroceder. Tened cuidado, pues el suelo desigual no está pavimentado ni embaldosado, o al menos los ladrillos están recubiertos de un espesor tan grande de mugre que no se pueden descubrir de ningún modo. Y veréis esas tres o cuatro camas mal sostenidas e inclinadas, debido a que el bramante que las fija sobre sus patas apolilladas no ha podido aguantar bien. Un jergón, una manta formada de jirones listados, raramente lavada, porque no hay otra... Alguna vez sábanas, de vez en cuando una almohada, he ahí el interior de la cama. Los armarios no son necesarios en estas casas. Con frecuencia un telar de tejedor y una rueca completan el paramento... Es ahí donde con frecuencia sin fuego en invierno, sin sol durante el día, a la luz de una vela de resina por la noche, los hombres trabajan durante 14 horas por un salario de 15 o 20 sueldos.
    Con mayor elocuencia que todo cuanto pudiéramos decir de esta miserable porción de la sociedad, hablará el detalle de sus gastos: alquiler, 25 francos; lavado, 12 francos; combustibles (madera y carbón), 35 francos; luz, 15 francos; reparación de muebles deteriorados, 3 francos; cambio de casa una vez al año por lo menos, 2 francos; calzados, 12 francos, vestuario (se visten de trajes viejos que les dan), 0 francos; médico y farmacia, 0 francos (las hermanas de la caridad les entregan medicamentos contra recetas del médico);' en total 104 francos. Resulta que 196 francos, completando los 300 francos de salario anual, deberán proveer la alimentación de 4 o 5 personas, que deben consumir por lo menos, privándose de mucho, unos 150 francos de pan. De este modo les que-dan 56 francos para comprar la sal, la manteca, las coles y las patatas. Y si se piensa que la taberna absorbe todavía una cierta cantidad, se comprenderá que la existencia de estas familias es horrible.
    Luego, encuentra uno con frecuencia a muchos filántropos, platicando entre el café y el licor sobre la miseria del pueblo y sus causas, llegando a menudo a señalar la embriaguez como la causa principal. Nosotros pensamos que no se puede destruir un mal hábito más que reemplazándolo por otro mejor. Y preguntamos, ¿qué distracción está al alcance del obrero para sus ocios del domingo? Le queda el campo en verano, y no se priva de él. Pero, ¿y en invierno? Una habitación en la calle de los Estiércoles o en otra, con el griterío de los chiquillos y con la compañía de una mujer con frecuencia agriada por la miseria, o... la taberna.
    Los hijos de esta clase, hasta el día en que ellos pueden mediante un trabajo penoso y embrutecedor aumentar en unos ochavos la riqueza de sus familias, pasan su vida en el lodo de los arroyos. Da pena verlos, pálidos, entumecidos, marchitos, con sus ojos rojos y legañosos; como de otra naturaleza, al lado de esos niños hermosos, tan rosados, tan esbeltos, que juguetean por el Paseo del Enrique IV. Es que se ha hecho una depuración: los frutos más vivaces se han desarrollado; pero muchos han caído bajo el árbol. Al llegar a los veinte años, o es vigoroso o ha muerto. De hecho, a los miembros de esta clase no sobreviven de promedio más que la cuarta parte de sus hijos.
    Entre las enfermedades de los tejedores, que forman en gran parte esta ínfima clase, las más corrientes son los catarros y las tisis pulmonares, los reumatismos crónicos, las neuralgias, y tal vez más particularmente la neuralgia facial, la angina, la oftalmia... Los niños, sin hablar de los escrufulosos que figurad entre ellos con las formas más horribles, son diezmados desde su primera infancia por dos enfermedades que la falta de cuidados hace funestas las más de las veces: el catarro pulmonar durante los fríos del invierno y, sobre todo en verano y a principios de otoño, la diarrea...

                         A. GUEPIN: Nantes au XIX e. siécle. Sébire, 1825, pp. 484-488.

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